Había una vez una selva donde se levantaban algarrobos, vinales, chañares, itines, garabatos y raíces, que desmenuzaban la tierra y la abonaban; entonces, las hojarascas fabricaban el mantillo que protegía el suelo del calor del verano; además, el paisaje estaba penetrado por lagunas, esteros, bañados y riachos que lengüeteaban cada nido con la espuma en la boca; era un paisaje donde habitaban manchas interminables de lombrices, hormigas, bacterias, pumas, guazunchos, chanchos moro.
Y estaba el hombre, que hacía un pocito en el suelo para desalentar fantasmas, o afilaba sus armas y salía de caza a medianoche; así, en aquel mágico instante, los pactos milenarios hacían lo suyo: alimentos, abrigo y sueño eterno de los creadores. Una visión posada sobre la noche, que invitaba a la danza y al canto, a la celebración de los teros y los zorzales.
Tonolec, también conocido como caburé, evoca un ave del monte chaqueño que con el canto hipnotiza a sus presas. Y eso es lo que pasó en el escenario del Teatro Real el pasado miércoles, cuando el dúo electro-folk-étnico que lleva ese nombre no hizo otra cosa que atraer, convocándonos a los presentes a un rito antiguo y moderno, tribal y a la vez, universal; en plena mitad de semana y a teatro lleno.
Cuando el dúo compuesto por Charo Bogarín y Diego Pérez está sobre las tablas, a uno le brota agua desde los pies, las manos se vuelven mapas misteriosos de espinas y matorrales y la cara se agrieta de tanto sol bien amado, de tanto caminar en solitario. Tonolec toca, canta, actúa, llora, ríe y desnuda un alma ancestral, que hermana mundos que podrían parecer –a simple vista- muy distintos. Allí es donde Tonolec acierta y conmueve: cuando los silencios dicen más que los sonidos, cuando las letras, repetidas, adquieren un sentido que les devuelve el color, el sentimiento y la sabiduría a unas canciones que resbalaron por la coqueta Sala del Real como serpientes que pelean para no extinguirse.
Desde el primer momento (22:15), cuando sonó “Lamentos”, la tierra abrió su gran boca para llevarnos de un solo mordisco. Tonolec es una formación que armoniza el sonido electrónico con la música folklórica o de la cultura toba, y nos remite necesariamente al paisaje, y a los ciclos naturales e históricos del Chaco. Porque cuando Charo le habla a su público revela lo que han venido a poner en esa botella lanzada al Pilcomayo: les habla a los niños y los arrulla con su voz y se deja arrullar por una “Canción de cuna” que la mima desde la memoria, invita con su dulce voz a los enamorados, estremece cuando describe la belleza de los años, o invita a revelar todos los secretos al abrir sus brazos, y danzar. Y así enroscarse plácidamente en nuestra piel.
Y le queda tiempo para homenajear a la mujer y su valentía. Con una mirada que penetraba hasta el desvelo, la cantante citó el coraje de su madre que perdió al compañero durante la dictadura.
Y todo parece tener sentido: detrás de la conmoción hay una recurrencia de la historia, una sistemática y aberrante rueda impune. Primero fueron los antiguos dueños de las flechas, después el gaucho (rescatado puntualmente por la Bogarín como un combativo personaje de nuestro mundo rural precapitalista) y, finalmente, sus descendientes de clase, explotados, perseguidos y asesinados. La lógica macabra del blanco cabrón: bala mata magia, bala mata facón, bala mata ideas. Bala mata naturaleza. Bala mata.
Y esa historicidad es recurrente en la obra de Tonolec. Porque su laburo es un órgano vivo que comenzó a hurgar en la lengua qom desde su primer trabajo (Tonolec, 2005), buscando allí los orígenes, su identidad como músicos. Una identidad que fue ampliándose a partir de su segundo disco (Plegaria del árbol negro, 2008), donde comienzan a versionar a autores de nuestro folclore, hasta incorporar composiciones del cancionero popular latinoamericano en su último trabajo (Los pasos labrados, 2010).
La exquisita mixtura tiene como segundo pié a Diego Pérez, un músico versátil que desde los teclados o la guitarra es coautor de una construcción sonora que se genera minuciosamente. Desde sus acordes aparecen los bramidos de la mitología chaqueña, la oscuridad del cielo, el paisaje y sus insectos. Electricidad y canto toba, sonido envolvente y chacarera, milonga, copla, pero nada ajustado a cánones tradicionales. Por el contrario, las tramas maquinadas se vuelven viento, estampida de pájaros, quietud del alba, espíritu libre.
En el escenario -acompañados por Lucas Helguero (La Bomba de Tiempo)- deshojaron temas de sus tres discos: “Techo de Paja”, “Plegaria del árbol negro”, algunos clásicos del folclore como “Antiguos dueños de las flechas (Indio Toba)” de Ariel Ramírez y Félix Luna, “Zamba para olvidar” de Daniel Toro o “El cosechero”, de Don Ramón Ayala, versiones en lengua toba como “Cinco siglos igual”, de León, o perlitas como “La Luciérnaga”, dejada para el gran final. En cada una de esas canciones, Tonolec reflejó un Universo propio, un lenguaje particularmente enigmático.
Como si cada una de esas canciones hubiera sido susurrada durante siglos.