UN PLAN NEGRO
A veces, el rock mira al mundo sin ilusiones, con ironía y desde una visceral negación de sus poderes salvadores. Otras veces, aparece como el abanderado de la resistencia, sin dejar de reírse de que vaya cambiando la voz. Quizás, esta ambigüedad esté en los mismos inicios: resulta complicado pensar los orígenes del rock sin evocar la imagen de aquellas infinitas máscaras negras que se pusieron los blancos en un momento de la vida norteamericana, invirtiendo en el plano psicológico la ecuación dominador/dominado, que prevalecía en la sociedad de entonces. Y parece relevante dejar posar esta idea en el borde inicial de una crónica de sábado a la noche, porque las bandas que dejan huellas, no solamente esgrimen calidad musical, sino también una manera de caminar y de torcerle el brazo al mandato establecido.
Una banda merece escucharse cuando mira y canta por la hendidura desde donde se sangra, se siente y se grita.
Además, hace rato que todos somos unos negros de mierda. El mundo se empeñó en romper la ilusión burguesa de la casa propia, el autito en cuotas y los chicos en la escuela hasta que esté la comida, y nos volvió sujetos flexibilizados, de ademanes mecánicos y necesidades superfluas, conectados por caracteres maltrechos y conexiones clandestinas.
Como negros de mierda que somos, eso me decía un nuevo amigo peruano, con quien nos bajamos una birra antes de ir a 990. Encontrarme con este hincha de Alianza Lima (que terminó yendo a escuchar punk a otro costado de la noche) no me pareció una fugaz coincidencia: esa charla acerca del estupor citadino antes de entrar al templo cordobés del rock a disfrutar del show de una banda de las características de Armando Flores, parecía responder a un plan tejido desde los comienzos por algún anciano sabio, y morocho.
Desde hace mucho tiempo, el escenario donde toca esta banda es una esquina pintarrajeada de una urbe cualquiera, donde se respiran olores reales y angustias pasajeras; es una fiesta popular donde uno puede cruzarse con un cross involuntario de Jorge Cuello (reconocido artista plástico, responsable del exquisito arte del nuevo disco, y casi uno más de la banda), que baila y me clava un codo en la oreja, cual Schiavi yendo a buscar un centro; un entablado montado en el patio de cualquier casa de San Vicente o Puebla, donde Scotto pela la viola y le da dura batalla a los molinos de humo, cayendo y volviendo a levantarse de un solo riff, como los guitarristas que me gustan. En la noche de 990 se repite el escenario: se escucha que “el Félix” es el mejor, se recuerda el nombre de Bam Bam y se agradece a la gente que le pone a la movida el tórax que todavía le queda sano.
Cuando vas a un concierto de Armando viajas a un pueblo de Latinoamérica, donde tenes que correr rápido, desnudo y haciendo equilibrio entre el Bien y el Mal. Ahí, entonces, está la banda, que toca para que nos sintamos bien.
Desde las 3 (después de la apertura con Pobre Vieja, de la ciudad de Almafuerte), los Armando comenzaron a cortar los bifes al otro lado del rio, y la noche se abrió de piernas. Esta banda, a pesar de haberse ausentado por varios años, ha vuelto a grabar (El Cemento de Dios, 2011) y tocar, buscando -con una gran honestidad artística- plantarse en una identidad propia ya largamente construida. En el show en 990 de este sábado, volvieron a encender sus fintas personales, sus climas que transpiran perfumes locales y sus letras de topo, amor y descontento.
Surgidos en la intemperie de la década menemista, en pleno ejercicio de la desmemoria y la chatura cultural, los Armando pueden acreditar ser considerados unos pioneros en esto de atravesar el muro de la inacción. El sábado, se vieron las raíces negras de su impronta funk, el lenguaje popular y el tufo latino, los inevitables y rotundos hits, el Ají cantado con la gente, debajo del escenario, en una comunión febril que no se extingue; todos estos ingredientes, y más, sirvieron para tener la certeza que esta banda sigue despertando admiración y respeto, mientras se permite seguir creciendo musicalmente.
En el centro de la escena se lo vio a un Ají como perfecto maestro de ceremonia, hábil para decir y dispuesto a generar un show aparte; un Ají que le cruzó varias veces su bajo a Lucía Rivarola, que fue invitada a subir y tocar en varias oportunidades: Pero no fue la única invitada. De hecho, momentos de gran contenido hipnótico se vivieron con otros 2 invitados. Por un lado, Jenny Nager subió para hacer una versión psicodélicamente delirante de Noche Azul, y luego, algo bastante esperado: Negro Chetto subió para hacer un par de temas, que generaron uno de los momentos más altos de la noche.
Pasadas las 5 de la mañana, la última estación musical me fue alejando hacia la puerta, a encontrarme con los vestigios de la máquina de generar espectadores. Siempre me quedo temblando cuando me gusta un concierto, y eso me apura a pensar. Y me iba embrollado con aquello de que el mundo se ha convertido en la tribuna de un estadio gigantesco desde donde miramos rodar las cabezas de unos pocos gladiadores, entrenados para contemplar todo sin cambiar nada de nosotros mismos y del entorno, limitándonos a cumplir esa consigna con la mayor eficacia, crueldad e indiferencia.
Menos mal que también tenemos la capacidad de desaprender uno a uno los buenos modales y estimular en nosotros la fidelidad al deseo.
Crónica: Luis Funes
Fotos: Bocha & The Guanacos